30 oct 2011

Yo conocí la Serie A

Intentando rematar un balón imposible. Así se rompió Del Piero la rodilla aquel ocho de Noviembre del 98, fue el presagio de una tarde funesta, el prologo de un annus horribilis juventino que empezaría a escribirse en Udine bajo puño y letra del Pampa Sosa, aquel delantero de metro noventa que estableció el definitivo 2-2 en las agonías de un partido que antes de la lesión del crack bianconero iba camino de un cómodo triunfo visitante. Era el calcio en el que se colgaba el cartel de no hay billetes en los estadios, la Serie A en la que una Fiorentina con un tridente ofensivo compuesto por Batistuta-Rui Costa-Edmundo goleaba en San Siro al Milán de Bierhof y Weha mientras el incombustible Trapp desde la banda- ya con su tupé en plena retirada - rompía los murmullos de la Fosa dei Leoni con sus silbidos a dos manos. Eran los buenos tiempos, unos buenos tiempos que empezaron a disiparse al mismo ritmo que la rodilla de Alessandro entonaba el crash.

Aquella retirada en camilla hacia vestuarios - mientras un ejercito de afanados fotógrafos rodeaban el cuerpo del penúltimo heredero de aquel fútbol fantasioso que inundó Italia en los tardíos ochenta - se erige como la estampa perfecta para ilustrar la separación de dos épocas, la dolorosa linea que marca el antes y el después de un campeonato que en aquellos años dominaba el mundo. Años de reinado mediático y fubolistico tras la caída de un decadente fútbol inglés que había retrocedido hasta la edad de piedra. Eran días del PC Calcio, en que lo cool, era fardar en los patios de colegio sobre las nuevas perlas de un incipiente Bari – Osmanosvki, Cassano, Henyinnaya y Philemon Masinga – mientras los freakes adolescentes, ignorantes todavía de los encantos que atesoraba el Stavenage United y las pérfidas categorías inferiores británicas, se sentían atraídos por el Vicenza del uruguayo Otero, por el glamour del Bologna de Signori, por la espontaneidad del Cagliari de Roberto Muzzi, por el romanticismo del peculiar Piacenza, y por la irreverente Atalanta de Pirlo y Ventola. Ni siquiera el trágico y ya olvidado Forest era capaz de restar un misero simpatizante al amado Torino.

Sintonizar la TV en la sobremesa dominguera para presenciar los derbis romanos - o los fratricidas duelos del norte entre la irreverente Fiorentina y la odiada Juventus de los traidores Di Livio y Baggio - hicieron posible el desconocimiento de la existencia de derbi alguno en Manchester, dejando aparcado aquello de los mighty reds en las viejas paginas de periódico y en los aburridos relatos vespertinos de padres que empezaban a peinar canas. Eran tiempos del si al calcio moderno, tan vanguardista que no dudó en eliminar sus históricos emblemas para dar paso a otros nacidos de los estudios de diseño más punteros del momento. Era el fútbol que todo el mundo admiraba, el campeonato donde residían los mejores jugadores del planeta, la liga contra la que casi nadie podía competir ni en Europa ni en el mercado de fichajes, tan osada, que convirtió la Premier League en el lugar de retiro de sus viejas glorias. Aquella Italia tuvo la desfachatez de romper el catenaccio para inventar el candado-samba en la fabrica de Sacchi, encontrando profetas de la anarquía en Zeman y su Roma “a lo tres toques.” Era un calcio que renegaba del puro calcio.

La excelencia táctica, la referencia en los banquillos de aquellos tiempos, no bebía vino ni apostaba en las carreras de caballos de Ascot, más bien, comía pasta y cenaba ensalada de mozzarella. La herencia del Milán de los holandeses había roto con la vieja Italia del Verona de Osvaldo Bagnoli y el Inter de los alemanes para dar paso a una estirpe de re-inventores de las esencias patrias que se convirtieron en entrenadores de culto. Zaccheroni tras revolucionar el Udinese con su 3-4-3 aterrizó en el mundo Berrusconiano con la misión de resucitar el calcio preciosista de unos rossoneros que venían de años de infamia tras el ultimo paso de Capello por el banquillo de San Siro. Un trozo de parmesano dirigido por Malesani, - el Wenger italianizado, con gabardina y rizos a lo colombo - conquistó Europa y atemorizó Italia, aunque sin conseguir tejer la tricolor en el corazón de su camiseta. Hasta la Juve con Lippi ganaba ligas sin Moggi, y lo hacia con lecciones de fútbol al primer toque.

Aquellos estadios repletos de gente que recibían a los suyos con inverosímiles tifos que se convertían en sangrientos comités de bienvenida para sus rivales fueron también la referencia de como se debía animar en las gradas y maltratar a los tuyos cuando estos no respetaban el honor de la camiseta. La Serie A era la liga global, la de todo el mundo. Aquella que empezó desvanecerse aquel Noviembre lluvioso en Udine donde nació el primer síntoma de un cambio que traería la miseria. Aquella temporada el descenso de la aristócrata Sampdoria fue visto como un accidente más que como un aviso, una perdida que dejó vía libre al aberrante Peruggia de Luciano Gaucci. La hundida Juventus de Deschamps y Zidane compartió media-tabla con un Inter sin identidad para permitir a la Lazio quedarse a un punto de un campeonato que ganaría años más tarde gracias a mucha mala leche – cirio – y una tormenta inesperada, que como aquel 1995 en el Bernabeu, irrumpió para que un equipo lanzado hacia el titulo naufragara dejando via libre a que el moderno pudiera echar algo de sal a su sosa sopa histórica. La rodilla de Del Piero rompió con la excelencia para dar paso al exceso. Tras aquella tarde en Friuli, ni el mago juventino ni la lega volvieron a ser lo mismo. Con la rodilla del Pinturicchio empezó a morir el calcio moderno para dar paso a una vuelta a las cavernas. Al menos, un par de generaciones podremos decir en estos años de vergogna que conocimos la Serie A, la de verdad.

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